Qué miedo...

Qué fácil es proyectar los miedos sobre otros o sobre el futuro, darles voz, palabra y fuerza, arrojarlos lejos donde nadie puede cuestionar o debatir sobre su existencia, su sentido o su sinsentido, y hacerlos de esta manera tan grandes que parezcan realidades a las que merece la pena escuchar, atender y sobre todo de las que cuidarse.

Los miedos pueden hacer mucho daño cuando se mezclan con los planos de la realidad, el miedo abre espacio a obsesiones, a visiones particulares, a extravagantes viajes de ida y vuelta de un universo a otro, a plazos aplazables indefinidamente por miedo a que los miedos se hagan realidad.

Y en todo esto, ¡Qué poco hablamos del miedo a nosotros mismos! ¡Qué poco tiempo se dedica a estar atentos a nuestras propias trampas, a nuestros propios ritmos, a nuestros controles y descontroles! ¡Qué inexistente es este miedo para aquellos que hablan tanto de lo que les puede pasar en el futuro!

Hoy desperté con la sensación de que también es importante tenerse un poco de miedo, que somos nosotros mismos para nosotros mismos un gran obstáculo para la felicidad, para el éxito, para la paz del alma, para el placer de la vida, para la bondad más grande que podemos conocer. Hoy amanecí con la sensación de que, entre las muchas tareas que hacemos a diarios, el espacio reservado para tenerse miedo resulta inexistente; total… infinidad de peligros acechan afuera ¿Por qué entonces tendríamos miedo de nosotros mismos?

Más aún cuando intuyo que lo que verdaderamente me da miedo es mi propia capacidad de amar, esa que me mueve al bien por otros, eso que me hace débil, frágil, vulnerable, tierno, flexible, amable.

Me temo que aquello que tanto bien me podría hacer, se esconde porque me tiene miedo.

Carlos Zubiate